¡Saludos Oradores!
Tras mi precipitada caída desde el zeppelín me encontraba confuso y aturdido. Era la primera vez que veía aquél desolado bosque antaño hogar de la vanidad y orgullo humano. Por fortuna conseguí vislumbrar algunas lejanas luces en el horizonte que parecían presagiar la presencia de una pequeña aldea. Salvo Entrañas, apenas conocía nada más de la geografía deformada por la guerra del lugar, pero consciente de que era terreno aliado, avancé confiado hacia la población.
Apenas me quedaban unos metros por recorrer cuando desde la tenebrosidad del bosque apareció una figura impía y aterradora. Ante se alzaba un enviado de la Legión Ardiente, el mayor de los horrores que mi raza había conocido. Este ser estaba recubierto por un aura de muerte y corrupción. Su poder se sentía como una cuchilla en el cuello o una lengua bífida susurrando al oído. Sus vestimentas iban adornadas por calaveras, quizá de alguna víctima cuya esencia había consumido para aumentar su poder. Más aún, este despreciable ser se acompañaba por un pequeño demonio de mirada penetrante que dejaba tan solo tierra yerma y marchita con cada paso. El diminuto diablillo chapurreaba una lengua que preferí ni intentar entender y que parecía sentenciar mi existencia.
Paralizado de miedo vi como poco a poco se acercaba a mí. Casi había asumido mi muerte (ciertamente triste vistos los antecedentes de cómo llegué hasta ahí), cuando me dijó con voz afable:
- Curioso lugar para encontrar un orco, ¿cómo os habéis encontrado en tan lejano lugar, caballero orco?
- Pues... caí del zeppelín. -Contesté tras sentir cierto alivio al comprender que mi muerte estaba reservada para un futuro más lejano.
El cortés no-muerto mostró su rostro y se presentó como sirviente de la reina Banshee, Sylvanas. Me explicó que había acudido al bosque para recoger algunos minerales que usaba en su taller de joyería, cuando vió algo caer del zeppelín y se acercó a ver si podía ayudar en algo. Así pues, se ofreció a acompañarme hasta Rémol, la aldea que había visto en la lejanía, no sin antes haberme aliviado las heridas con unos vendajes que aplicó con gran maestría en los primeros auxilios.
Una vez en Rémol decidí invitar a mi nuevo amigo a una copiosa cena en la taberna (aunque padecía por ver que quizá tuviera algún agujerillo por el estómago). Una vez allí quise conocer un poco más sobre por qué había un brujo que no era esclavo de Sargeras, algo que ciertamente me inquietaba desde que lo vi.
- ¿Cómo es posible que un siervo de Sylvanas y amigo de la Horda domine las artes oscuras de la brujería?
- Amigo orco, -contestó con tono condescendiente- joven sois aún y poco parecéis conocer de este mundo. Este arte que conocéis como oscuro no lo es por su origen sino por su uso. Al igual que un cuchillo puede dar muerte a un ser querido o al ganado que coronará un banquete, mi magia no es oscura puesto que sirve para que la oscuridad de Sargeras o Ner'zul no alcance estas tierras.
- Así pues, ¿no rendís culto a Sargeras? -Comenté con cierta sorpresa.
- Por supuesto que no. -Afirmo junto a una carcajada- Mi señora es Sylvanas y a ella debo lealtad. Los demonios son mis siervos y esclavos y no sois vos, amigo orco, quien debe temer por su presencia, sino ellos ante mi cólera. Aunque me sirva de su poder, saben bien que su vida depende de mi voluntad.
Esta conversación me abrió un poco los ojos sobre el mundo. Me di cuenta de que había muchas cosas que aún desconocía de Azeroth y me propuse adentrarme un poco más en sus vivencias. Por ello decidí regresar a Orgrimmar para desde allí partir hacia Los Baldíos, lugar con grandes cicatrices de batallas pasadas y en el que no son pocas las razas que conviven.
De esta manera, tomé el zeppelín (ya plenamente operativo) para regresar a Orgrimmar. Antes, me despedí de mi nuevo amigo no-muerto, con el que había tenido el placer de compartir un par de días y que tuvo la deferencia de mostrarme la gran ciudad subterránea de Entrañas, en donde pude saber que a este poderoso brujo todo el mundo le conocía y respetaba como Keldar.
Tras mi precipitada caída desde el zeppelín me encontraba confuso y aturdido. Era la primera vez que veía aquél desolado bosque antaño hogar de la vanidad y orgullo humano. Por fortuna conseguí vislumbrar algunas lejanas luces en el horizonte que parecían presagiar la presencia de una pequeña aldea. Salvo Entrañas, apenas conocía nada más de la geografía deformada por la guerra del lugar, pero consciente de que era terreno aliado, avancé confiado hacia la población.
Apenas me quedaban unos metros por recorrer cuando desde la tenebrosidad del bosque apareció una figura impía y aterradora. Ante se alzaba un enviado de la Legión Ardiente, el mayor de los horrores que mi raza había conocido. Este ser estaba recubierto por un aura de muerte y corrupción. Su poder se sentía como una cuchilla en el cuello o una lengua bífida susurrando al oído. Sus vestimentas iban adornadas por calaveras, quizá de alguna víctima cuya esencia había consumido para aumentar su poder. Más aún, este despreciable ser se acompañaba por un pequeño demonio de mirada penetrante que dejaba tan solo tierra yerma y marchita con cada paso. El diminuto diablillo chapurreaba una lengua que preferí ni intentar entender y que parecía sentenciar mi existencia.
Paralizado de miedo vi como poco a poco se acercaba a mí. Casi había asumido mi muerte (ciertamente triste vistos los antecedentes de cómo llegué hasta ahí), cuando me dijó con voz afable:
- Curioso lugar para encontrar un orco, ¿cómo os habéis encontrado en tan lejano lugar, caballero orco?
- Pues... caí del zeppelín. -Contesté tras sentir cierto alivio al comprender que mi muerte estaba reservada para un futuro más lejano.
El cortés no-muerto mostró su rostro y se presentó como sirviente de la reina Banshee, Sylvanas. Me explicó que había acudido al bosque para recoger algunos minerales que usaba en su taller de joyería, cuando vió algo caer del zeppelín y se acercó a ver si podía ayudar en algo. Así pues, se ofreció a acompañarme hasta Rémol, la aldea que había visto en la lejanía, no sin antes haberme aliviado las heridas con unos vendajes que aplicó con gran maestría en los primeros auxilios.
Una vez en Rémol decidí invitar a mi nuevo amigo a una copiosa cena en la taberna (aunque padecía por ver que quizá tuviera algún agujerillo por el estómago). Una vez allí quise conocer un poco más sobre por qué había un brujo que no era esclavo de Sargeras, algo que ciertamente me inquietaba desde que lo vi.
- ¿Cómo es posible que un siervo de Sylvanas y amigo de la Horda domine las artes oscuras de la brujería?
- Amigo orco, -contestó con tono condescendiente- joven sois aún y poco parecéis conocer de este mundo. Este arte que conocéis como oscuro no lo es por su origen sino por su uso. Al igual que un cuchillo puede dar muerte a un ser querido o al ganado que coronará un banquete, mi magia no es oscura puesto que sirve para que la oscuridad de Sargeras o Ner'zul no alcance estas tierras.
- Así pues, ¿no rendís culto a Sargeras? -Comenté con cierta sorpresa.
- Por supuesto que no. -Afirmo junto a una carcajada- Mi señora es Sylvanas y a ella debo lealtad. Los demonios son mis siervos y esclavos y no sois vos, amigo orco, quien debe temer por su presencia, sino ellos ante mi cólera. Aunque me sirva de su poder, saben bien que su vida depende de mi voluntad.
Esta conversación me abrió un poco los ojos sobre el mundo. Me di cuenta de que había muchas cosas que aún desconocía de Azeroth y me propuse adentrarme un poco más en sus vivencias. Por ello decidí regresar a Orgrimmar para desde allí partir hacia Los Baldíos, lugar con grandes cicatrices de batallas pasadas y en el que no son pocas las razas que conviven.
De esta manera, tomé el zeppelín (ya plenamente operativo) para regresar a Orgrimmar. Antes, me despedí de mi nuevo amigo no-muerto, con el que había tenido el placer de compartir un par de días y que tuvo la deferencia de mostrarme la gran ciudad subterránea de Entrañas, en donde pude saber que a este poderoso brujo todo el mundo le conocía y respetaba como Keldar.
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